jueves, 10 de junio de 2010

RECUERDOS DEUSTUANOS PARTE 3


Extraigo este largo texto de un libro en preparación titulado Memoria y Antología de los 70s (sobre la poesía de mi generación). Disculpen la extensión del escrito y mi exhibicionismo. Publicar el texto aquí solo se justifica por las abundantes menciones a nuestra vida estudiantil:

MEMORIA Y ANTOLOGIA DE LOS 70s
Carlos Orellana
Fragmento

Terminé la secundaria en 1968, en el Alejandro Deustua, un colegio de propiedad y administración de la Federación de Empleados Bancarios del Perú, entonces poderoso gremio, copado por el APRA. El Deustua estaba situado en el jirón General Varela, a tres cuadras de la avenida Arica y en una de las zonas más tradicionales del tradicional distrito de Breña. Por entonces la educación, primaria y secundaría, se impartía por separado a estudiantes de sexos distintos. El local para el estudiantado femenino estaba localizado no lejos de General Varela, a unas seis o siete cuadras de allí, en el también bastante conocido jirón Recuay. Recorríamos los muchachos este corto trecho algunas veces a la semana a eso de las diez de la mañana para encaramarnos a los relativamente poco altos muros del patio de ese plantel y observar las clases de educación física de las chicas, oportunidad única para contemplar piernas y ejercicios que estimulaban nuestra imaginación adolescente, que a lo más que podía acceder era a la semiclandestina revista chilena “Pingüino”, donde con escándalo se mostraba a féminas en calzón y con los pechos al descubierto. En mi experiencia personal “Pingüino” era una revista que solía encontrar en el último cajón de la gaveta derecha del escritorio de la oficina de mi padre, un hombre muy serio. Estaba encaletada entre inocentes publicaciones como Life, Selecciones del Rider Digest o Caretas. Al fin de la jornada oficinesca -la oficina de la empresa de transportes de mi padre quedaba en la planta baja de nuestra casa- me daba maña para quedarme solo, rebuscar papeles hasta hallar la revista, luego ponerle seguro a la puerta y convocar al buen Onán.
Nuestra fresca imaginación se encargaba de despojar mentalmente a nuestras compañeras de algunas prendas y mostrarlas como en la publicación mapochina. Habían comentarios de todos los tonos; el mío, si se producía, era el más recatado y tímido, y la razón estaba en que yo iba a ver a una chica de la que me había enamorado como un caballo. Simplemente me quedaba contemplándola y la verdad sea dicha, lo mío era platónico y no escabroso como lo de los demás. Fue precisamente M. y su eterno desdén lo que me impulsó a escribir poesía. Un tiempo más tarde escucharía en el Patio de Letras de San Marcos una frase que convenía a mi situación de aprendiz de poeta. La pronunció el bardo Hildebrando Pérez, Premio Casa de las Américas, y catedrático sanmarquino: “El poeta es el que siempre pierde”.
¿Cómo era posible que estudiantes pudieran salir a las diez de la mañana, hora central, del dictado de clases, a la calle y, más aún, lanzarse a la aventura del voyeurismo sin nada que se los impidiera? La respuesta era sencilla: En un colegio particular de categoría “B” como el Alejandro Deustua de entonces, cualquier cosa podía ocurrir. El portero, Isidro, provinciano, motoso, pero ya suficientemente acriollado, franqueaba la salida sin necesidad de coima: por simple, graciosa y gratuita complicidad. Se llevaba excelentemente con los alumnos, no solo porque regentaba el único kiosko del colegio, sino porque jugaba fútbol los sábados con los chicos de cuarto y quinto. Lo que hoy llamamos relajo era total. El director, un hombre de baja estatura, símpático y comprensivo, químico de profesión, de conocida filiación aprista era casi un empleado fantasma. Las malas lenguas decían que cuando estaba ausente -casi siempre- se encontraba jugando su deporte favorito, el billar. El regente del Deustua, o sea el representante de la Federación Bancaria, era un zambo alto, algo viejón, y que se desentendía de todo, salvo -decían las malas lenguas- de su secretaria, una mujer que empezaba a entrar a la madurez, Zarela. Zarela era buenamoza, blanca, de pelo claro, sumamente recatada -y de ello daban fe vestidos holgados y largos que hacían esfuerzos inútiles por ocultar formas opulentas y deseables-, es decir una musa para los muchachos pendejos, especialmente los mayores. Completaba la fauna de arriba, un profesorado donde existían pocos profesores dignos de ese nombre.
Entre los respetables estaba el buen Pedro León Atoche, flaquísimo, algo achorado como diríamos hoy, con lentes de culo de botella, insigne matemático y, soterradamente, hombre de izquierda. Estaba también el antipático Cauti, oriundo probablemente de la Sierra Norte - aprista hasta el tuétano, pero culto, hombre de buena expresión y a quien se veía portando libros como “Vidas Paralelas”, de Plutarco. Cauti era de los profesores, que a pesar de su baja estatura tenía autoridad; esa autoridad provenía de su cara de mierda, y de unos anteojos que le daban un aire intelectual. No se hacía muchos problemas con la chacota, o ruidos molestos e interrupción de los estudiantes con él evidente ánimo de joder por joder. Dejaba de dictar su clase y como respuesta se lanzaba un rollo con terminajos que casi nadie entendía, pero que se suponía eran agravios; así bajaba la moral a los estudiantes. Su breve alocución era despectiva hasta en los gestos. Utilizaba un término que durante décadas he buscado en cuanto diccionario ha caído en mis manos, sin resultado alguno: “pajizo”. Cauti solía detener la explicación de un pasaje de la historia republicana del Perú, para lanzar su acostumbrada catilinaria contra los que “metían vicio”; terminaba todas las demoledoras parrafadas con una frase, “ah,que pretenden esos elementos pajizos”. “Pajizos” sonaba a algo así como ignorantes, degradados, desechables, parias. Sonaba tan ofensivo que los muchachos, que eran unos cínicos redomados, festejaban el terminajo, luego de acusar recibo de su poderosa, cuanto críptica carga denigrante.
Imposible olvidarse de los auxiliares. Eran tres. A uno, hombre ya maduro, calvo, tranquilo y medio tontón lo apodaban “Rápido Flash”. El mote se debía a sus repentinos arranques de ira cuando le colmaban la paciencia. “Rápido Flash” solía ser permisivo en extremo, considerado, buena gente, pero esto no hacía otra cosa que promover el abuso de confianza y la desfachatez entre los forajas. Y entonces el “hombre quieto” se transformaba en una bestia; se despojaba de un cinturón de grueso cuero y arremetía contra los muchachos al grito de “Dios es Cristo”. No había quien lo pare y muchas orejas, lomos, piernas inocentes y culpables, terminaban magulladas. Santo remedio.
Del nombre o chapa del otro auxiliar difícilmente he de acordarme, pues era un malandrín que chantajeaba a los alumnos, yo entre ellos. Los muchachos, como en todos los colegios, encontrábamos en el fumar clandestino, una suerte de afirmación de nuestra independencia ficticia. Fumábamos en los baños y es allí donde este sujeto caía para, en una suerte de redada, llevarnos a su oficina, un pequeño cubículo bajo las escaleras del segundo piso. Interrogaba a cada uno y terminaba con la amenaza de “voy a citar a tu padre”. Se había enterado de que mi padre era un próspero transportista y puso especial énfasis en mi persona. El día que me encontró fumando llevaba el dinero justo para la compra del “Baldor” de Algebra. Me dijo que le diera el dinero, que él me conseguiría el texto a un precio más bajo. Jamás lo trajo. Luego se dio maña para seguir sacándome plata, sencillo, con la concha más grande del mundo. Prometía arreglar notas y otras facilidades, que finalmente yo no necesitaba y que el, probablemente, no iba a cumplir. Y entonces volvía a lo de citar a mi padre. Al final lo echaron.
Entre los auxiliares podía contarse a una mujer de unos cuarenta años, zamba clara y de trasero prominente, muy habladora y que oficiaba de “cuidadora” del bus del colegio, en el que yo iba, solo porque M. viajaba allí. Yo vivía en Chacra Ríos y ella en la Unidad Vecinal de Mirones. Se llamaba Rosa e intimó con el malandrín; solían encerrarse sospechosamente en la oficina de éste por espacios prolongados durante los recreos. Más tarde el malandrín fue reemplazado por un amigo del director, un hombre de unos sesenta años, de bigotes canos y esmeradamente recortados, de una bonhomía incuestionable, el legendario “tío Vega”. El tío Vega se ganaba al alumnado con su simpatía y su complicidad a la hora de los exámenes, cuando algunos profesores flojos o con problemas de próstata, le pedían, o que vigile todo el examen o todo un paso, o que lo haga por un rato. No bien el titular del curso se iba, el tío Vega, parado en la puerta anunciaba: “Ya pueden copiar”. Esa solidaridad era tan bien pagada que los muchachos hacían una “chanchita” para comprarle al tío Vega, una camisa el día de su cumpleaños, el 3 de diciembre.
A pesar de sus años, el tío Vega cayó también en las redes de esta Rosa, mujer bastante fresca y que definitivamente debía padecer de furor uterino. Recuerdo que en el cuarto año andaba yo con un muchacho, que luego fue dirigente democristiano, un tal Córdova, y cruzando ambos palabras con ella, se atrevió a hacernos un comentario gratuito: “El tío Vega todavía puede; me ha dicho, el sábado te quiero ver calatita”. El comentario de Córdova fue: “Esta vieja es una puta”.
No he sido en la adolescencia demasiado suspicaz, porque nunca interpreté sino como una broma el que la tal Rosa me contará que en un colectivo -los micros de entonces- un muchacho “atrevido” le había puesto una mano en un muslo. Para graficar el hecho ella tomó mi mano y la puso sobre el mismo muslo. Eso ocurrió una de las pocas veces en que decidí acompañarla a ella y al chofer hasta el último punto de la ruta, en el Callao. Ahora estoy convencido de que al regresar cotidianamente solos, esta Rosa y el chofer paraban en algún lugar de la entonces desierta avenida Venezuela y se entregaban al desenfreno de la carne.
Parece que todo esto puede ilustrar en algo lo que era el Alejandro Deustua entre 1966 Y 1968.
En la breve excursión al anexo femenino del Deustua, hacíamos regularmente dos paradas. Una de ida a un bar que quedaba a una cuadra del plantel y donde, con el mayor desparpajo del mundo nos sentábamos a tomar gaseosas y a escuchar hasta la saciedad, “Satisfactión” de los Rolling Stones.
La memoria me es poco fiel para tratar de recordar a la patota. Recuerdo a Nelson Marengo, un muchacho alto con una peluca a lo Beatle, que su padre autorizaba a usar -para envidia nuestra-, a Amancio Peña (que en su particular y cómica parla provinciana, definía al clítoris como “chiquito pene”), a Víctor “Gordo” Tenorio” (eximio ajedresista), a Rafael “Oso” Delgado, a Manuel “Chato” Pedreschi y a Mario Rodríguez Hurtado. Estos tres últimos eran quienes se disputaban el primer puesto cada año y solo eran de la partida muy de vez en cuando. El “Oso” Delgado terminó medicina, pero se perdió, a pesar de su talento, en la burocracia de los hospitales; Pedreschi, borgiano e ingeniero de sistemas, se fue del Perú e hizo su vida en Nueva Zelanda como funcionario de la IBM. Lo reencontraría en la década de los noventas en Wellington, a raíz de una visita oficial. Mario Rodríguez llegó al final de los setentas a ser Presidente de la Federación de Estudiantes de San Marcos y luego connotado penalista.
Además del bar donde escuchábamos a los Rolling Stones, hacíamos de regreso una parada en la esquina de Arica y Jorge Chávez. Allí había una chicharronería, donde como era lógico vendían también camote frito. Los muchachos podíamos comprar solo rodajas de camote frito, unas maravillosas, crocantes, crujientes rodajas, envueltas en papel despacho y coronadas con un ají de los dioses. En esos momentos la vida tenía sabor a escapada del colegio, piernas gruesas de muchachas, pequeños o medianos senos que se adivinaban tras los polos y camotes fritos como esos de la esquina de Jorge Chávez y Arica. Para qué se necesitaba más.
Pero había más y era el viaje en el bus, con M. subiendo en Recuay, con sus ojos achinaditos, su sonrisa burbujeante, sus trece o catorce años brotando como flores de campo, en medio de algo agreste. Había más y era la música de las estaciones que escuchábamos entonces, 1160, Excelsior y otras que traían las inolvidables canciones de los años felices. Cómo olvidar “Te veré en setiembre”.
Más, eran las famosas “matinales”, una suerte de “combo del espectáculo” que ofrecían varios cines de la Capital, entre ellos algunos cercano a mi barrio y colegio, el “City Hall” , el “Arica” o el “Monumental”. Se trataba de una película -una comedia romántica o una de aventuras- y de yapa una presentación musical con los más conocidas agrupaciones y cantantes de la época: los Shains, los Doltons, los Ventures, Jean Paul el Troglodita, entre otros muchos más. Al igual que muchachadas de otras latitudes, las nuestras exteriorizaban su éxtasis por la música y sus artistas “en vivo” con gritos destemplados, con desplazamientos del cuerpo de un lado a otro.
La mayoría de los estudiantes vivían en una burbuja y así continuaron haciéndolo hasta que emigraron de las aulas. Solo algunos vivíamos fuera de esa burbuja y ya nos habíamos contaminado con la política: evidenciábamos nuestra simpatía por partidos o ideologías, discutíamos ya con los profesores, anticipábamos lo que iba a ser nuestro futuro rol de dirigentes universitarios.
El año 1966 que ingresé al Deustua, cursaba el tercer año de secundaria. Mi padre era aprista y hasta un año antes yo no sentía simpatía alguna por el partido de Haya de la Torre. Pero el 65 mi padre que cotizaba considerablemente en el Partido, prestó un camión para el “Día de la Fraternidad”y me invitó a acompañar a un primo mío que iba a conducirlo. Mis ideas de los quince años eran vagamente de izquierda por influencia de un abuelo antiaprista y un tío materno comunista. Recuerdo que en el recorrido que hizo el camión, que llevaba en la plataforma una torre de cartón alusiva a los yacimientos de la Brea y Pariñas, pasó por la avenida La Colmena, en dirección al tradicional local central del PAP, en la avenida Alfonso Ugarte. Una media cuadra antes de llegar al hotel Crillón, se encontraba el local del partido de Gobierno, Acción Popular. Inevitablemente se produjo un conato de choque entre bases partidarias apristas y acciopopulistas. Desde las ventanas del edificio que albergaba el local del partido gobernante se gritaba “búfalos” y desde la calle “coyotes”. Lo primero aludía, no solo al legendario héroe aprista “Búfalo” Barreto, sino a la conducta supuesta o realmente matonesca, arrasadora, irracional de los “defensistas” del APRA; lo segundo al carácter de llorón, gritón, o lastimero del “coyote”, un animal -por lo demás sin ningún prestigio en la fauna- con el que los seguidores de Víctor Raúl Haya de la Torre identificaban a los de Fernando Belaúnde . De estos insultos se pasó a algunos pugilatos callejeros y a apedreamiento del camión donde me encontraba. Es así que de pronto me vi en un bando y reaccioné gritando contra los “coyotes” y sintiendo que otros, compañeros apristas, gritaban conmigo. Al llegar a Alfonso Ugarte pasamos por la tribuna y allí en medio del estrado la mítica figura del Jefe, el sordo, multitudinario griterío de la masa fanática. Obviamente me contagié de aprismo, por lo demás mi padre era aprista y lo fue mi abuelo, partícipe de la revuelta de Huaraz el 32 con Philips, episodio que fue secuela o replica del alzamiento de Trujillo ese año. Más tarde la represión criminal de Sánchez Cerro obligó a mi abuelo y a mi padre, entonces de 11 años a esconderse por varios años en la selva del Monzón.
De modo que llegué medio apristón al Deustua, un colegio, como decía líneas arriba, administrado por un gremio dominado por el APRA. Terminó de volverme aprista el antagonismo personal que se produjo desde un primer momento con Mario Rodríguez, cuyo padre, sino me equivoco era un magistrado huancaíno de filiación democristiana. Pero Mario ya había derivado, por lecturas y otras influencias, hacia la izquierda radical y era un ardiente defensor de la Revolución Cubana.
Me parece incluso que este afán de polemizar frecuentemente nos llevó a cada uno a leer más textos políticos. Pero había algo más que me distanciaba de Mario, a la par que me acercaba: la poesía.
Mientras yo a mis dieciseis años escribía versos a mi musa, Mirtha, y leía a románticos como el peruano Salaverry o el mexicano Díaz Mirón, Rodríguez cantaba a la revolución y a los oprimidos y leía a poetas comunistas militantes. Finalmente, y a pesar de todo, yo me quedé con la poesía y mi antagonista con la política, que al final trocó por el Derecho.
Recuerdo nítidamente que cuando cursábamos el quinto año de media, el 68, se produjo el golpe de Juan Velasco Alvarado. Fue una mañana que se inició temprano, cuando a las seis y media mi padre ingresó súbitamente a mi dormitorio y me dio la noticia: “Han derrocado a Belaunde”. Mi padre y yo éramos entonces intensos animales políticos. En el desayuno, almuerzo y comida hablábamos de política. El aprismo de mi padre era conservador, el mío, revolucionario. Mis padres, los dos, se opusieron a que vaya al colegio, pero no pudieron detenerme.
La ciudad de Lima, como el resto del país, estaba perturbada y conmovida, remecida por un sismo político de gran intensidad. Escaseaban los “colectivos” o “colepatos” -como se llamaba aquellos días a los carros de servicio público-, líneas de ómnibus casi ninguna. Muy pocos se atrevían a exponer su vehículo al destrozo de lunas o a una volcadura e incendio por parte de manifestantes enloquecidos. Pero algún transporte había y así llegué al colegio a eso de las nueve de la mañana.
A pesar de nuestro incipiente interés por la política y nuestra supuesta indignación por un golpe destinado a todas luces a impedir el triunfo aprista en 1969, lo que nos movía a quienes nos encontramos en el Deustua era básicamente la palomillada, esa actitud y conducta despreocupadas de los muchachos que convierte incluso lo más solemne y dramático en simple charada. Caminamos por Varela hasta Arica, cruzamos la Plaza Bolognesi, camino de la Plaza de Armas o Plaza Mayor, vía Carabaya. Entrar al llamado “Damero de Pizarro” suponía sortear los sucesivos piquetes de la policía de asalto. Pero los estudiantes secundarios, que pronto nos juntamos con los “compañeros” de la Villareal que habían tomado “La Colmena” y la intersección entre este boulevard y Wilson, como entonces se llamaba la avenida Garcilaso de la Vega, nos dábamos maña para concentrarnos y apedrear vehículos y luego dispersarnos rápidamente. Eran muy pocos los que caían en las garras de la “represión”. Con estas tácticas llegamos hasta la propia Plaza de Armas. Algunos estaban mojados por obra de los carros rompemanifestaciones, la mayoría con los ojos enrojecidos por los gases lacrimógenos. Recuerdo que en la intersección de Camaná y Huallaga un grupo compacto de estudiantes era frenado por un chofer que llevaba un Chevrolet Impala en medio de la pista. Era un “valiente” que no se dejaba intimidar por los que marchaban. Recuerdo que una estudiante de la Universidad Villareal y activista aprista, Janet Gamarra, que más tarde sería periodista de “Caretas” y luego “sub Directora de “La Crónica” en tiempos del primer gobierno de García, se puso delante del vehículo. El chofer la levantó en peso. La Gamarra casi cae, pero se incorporó con agilidad y luego se dirigió hacia una pared de adobe, en ruinas, de una antigua construcción cercana. Con inusitada fuerza despegó un inmenso adobe y sin más lo dejó caer desde cierta altura sobre el parabrisas del Impala. Al ver hacerse trizas la luna delantera, el chofer emprendió la fuga, seguido de una lluvia de piedras y mentadas de madre.
Este hecho hizo que el grupo engrosara, se volviera más vociferante y se convirtiera en destructiva turba al llegar a la intersección de Camaná y La Colmena. Me cupo “bautizar” las ventanas de una aerolínea que ya ha desaparecido; sentí con malsana emoción como se venían abajo éstas con estrépito. Una lujuria de violencia se apoderó de nosotros y el tráfico quedó interrumpido por varios minutos hasta que llegó de nuevo el famoso Rochabús, que como sabemos debía su nombre al apellido de un director de Gobierno del dictador Odría.
Había circulado, ahora me parece que con el exclusivo propósito de animar a la gente, la versión de que al mediodía se haría presente en la mismísima Plaza San Martín Armando Villanueva del Campo, para arengar a las masas y empezar a resistir el “golpe gorila”. Villanueva nunca llegó, obviamente, y luego de varias horas de ir por aquí y por allá, los estudiantes se dispersaron tristemente. El golpe se había consolidado por el rechazo de un importante sector de la ciudadanía a la corrupción y el desgobierno del régimen belaundista. La cúpula de Alfonso Ugarte se había propuesto, por otro lado, posiblemente, no resistir, suponiendo que el gobierno militar duraría lo que el anterior de Pérez Godoy y Nicolás Lindley: un año. Pero estos militares llegaron para quedarse doce años o más. Se quedaron solamente doce. Los militares tuvieron el tino de no perseguir al APRA, con lo cual la resistencia aprista quedó sin la fundamental motivación de otras épocas.
Dos meses antes del golpe yo me había matriculado en la academia de preparación universitaria “Sigma”, la mas prestigiosa de entonces. Esta quedaba en “La Colmena”, casi al frente del local de Acción Popular. Por aquellos días se producía el abierto enfrentamiento entre las dos alas del partido gobernante, no solo por el asunto de la tristemente célebre “pagina 11” del contrato con la IPC, sino por supuestos acercamientos entre el sector moderado del belaundismo y el APRA. Los moderados, los llamados “carlistas” eran leales a Belaunde y Ulloa, y tenían el control del local partidario. Un buen día, y mientras escuchábamos clases en la “Sigma”, la calle se convirtió en un campo de batalla campal entre “carlistas” y “termocéfalos”, estos últimos seguidores del primer vicepresidente Edgardo Seoane, ya alejado completamente de Fernando Belaunde, pretendían tomar por asalto el local central de AP.
Resultaba un divertido espectáculo ver como las facciones belaundistas se apaleaban entre sí, acusándose mutuamente de traición. No pasaba por mi cabeza, por supuesto, que estos desordenes - un aspecto más del caos político que vivía el Perú en ese momento- irían a precipitar un desenlace como el de la madrugada del 3 de octubre de 1968.
Antes de ese día yo me veía en un mundo universitario pletórico de vida política, de debates y polémicas. Ya algo de eso se había anticipado en las reuniones políticas del Deústua, en las que incluso invitábamos a estudiantes de las universidades. No puedo olvidar a un curioso personaje que participaba de esos primeros escarceos políticos, el famoso bachiller Enciso, un militante aprista que siete años más tarde se haría famoso como agitador y, según algunos, incendiario, durante la asonada contra Velasco del 5 de abril de 1975. El nombre del famoso “bachiller Enciso se oiría bastante, vinculado a los luctuosos sucesos del Febrerazo. Recuerdo también a Enciso como parte de un grupo de muchachos apristas que conocí en 1969 en la Pontificia Universidad Católica y entre los que se encontraban el entonces aprista Angel Delgado (muy ligado en los ochentas a Alfonso Barrantes y más tarde inseparable compañero de ruta de Alberto Borea Odría, otro ex aprista), Raúl Arístides Haya de la Torre, Adolfo Venegas y…Alan García. Pero nos estamos adelantando.

7 comentarios:

  1. Poeta,

    La chicharroneria tenia un nombre del que alguno de nuestros amigos se acordara. Los menos afortunados, que no teniamos guita para chicharron como el magnate Orellana, nos comprabamos camote frito con una salsa de aji con cebollita china.

    Mas arriba, hacia tu barrio Chacra Colorada, y en la misma Arica habia una pasteleria que recomendaste siempre, cuyo nombre tambien me elude. Los anos no pasan en vano.

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  2. Jamás exhibí el mal gusto de comer lo que no comían otros. Solo recuerdo el camote frito con su ajicito con cebolla china, como dices. Sabía a dioses a media mañana, cuando sonaban las tripas. En cuanto a la panadería-pastelería era una que quedaba en la Avenida Arica, ya casi para llegar a Tingo María, en Chacra Ríos (no Chacra Colorada). Allí preparaban unas empanadas de pollo con masa hojaldre que no las he vuelto a comer en mi vida.

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  3. Querido vate, al fin he podido incorporarme al blog. Saludo tu relato, ameno y mejor escrito, que me ubica, luego de cerrar los ojos, en los movidos años 60

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  4. Segun Cajon la chicharroneria era administrada por la Tia Veneno (saquen la cuenta por el nombre). Dice que el establecimiento aun existe despues de todo este tiempo ahora propiedad de su hija.

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  5. En la Avenida Arica estaba "La Liguria", una excelente Panaderia/Pasteleria, casi llegando a la Plaza Bolognesi. Tremendos sanguches y un turron de Dona Pepa de primera.

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  6. se acuerdan de la panaderia al costado del colegio, hacian unas empanadas riquisimas,Pajares siempre iva a pedir su vuelto,lo malo es que nunca comprava hasta que la china se dio cuenta y le dio con el fierro de bajar el toldo en la cabeza,su defensor fue el tio Vega.

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  7. Hola Carlos soy un deustuano de la promo 80, estudie todavia un año en el local de Breña, porque después nos trasladaron a Magdalena, me llama la atención que a pesar de haber sido chacoteros y palomillas siempre hubo una minoría que se intereso por la política, nuestra época fue parecida, pero el colegio ya estaba netamente inclinado a la izquierda, la FEB era parte de la CGTP regentados por el PCP(Unidad), hasta el Director del Colegio era Secretario General de ese partido, allí formamos Circulos de Estudios y haciamos nuestros "pininos" en las movilizaciones del SUTEP de ese entonces, pero contradictoriamente con nuestra lucha antiimperialista escuchabamos Rock Progresivo, la música Disco nos parecia "pacharaca" y los "porritos" y el trago eran una constante deustuana, ya no necesitabamos caminar varias cuadras para ver a las chicas, porque los salones comenzaron a ser mixtos y asi transcurria la rutina estudiantil. Yo tambien despues estudie en San Marcos, siendo testigo de ese álgido período, me gusto mucho la poesía anarco del grupo Kloaka, por lo que tocas el tema estudiantil me has hecho recordar a "Los Jefes" y a "El viejo saurio se retira", sigue escribiendo así. SALUDOS DEUSTUANOS

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